Carta XXI de Nicodemo: el inicio de la Pasión

por

Catequesis en familia - Inicio 5 Confirmación 5 Confirmación Narraciones 5 Carta XXI de Nicodemo: el inicio de la Pasión

Querido Justo: ¡Ha ocurrido ya! ¡Ha ocurrido lo que tenía que ocurrir! ¡Le han prendido! Acaso le hayan matado ya… Pero Él debía de desearlo, pues ha hecho todo lo posible para atraer sobre sí el odio de los sacerdotes y doctores. Es verdad que no fue a entregarse Él mismo. Últimamente, por las noches, se escabullía de la ciudad sin ser visto y, a campo traviesa, se dirigía a Betania, o bien pasaba la noche en alguno de los huertos del monte de los Olivos. Pero se quedó en Jerusalén y predicó hasta el último día. Aún ayer por la mañana habló bajo el pórtico. Sostuvo una animada conversación con la gente enviada a Él por el Gran Consejo, los saduceos y los herodianos. Salió vencedor de ella…, pero fue una victoria puramente verbal.

De poco le sirvió que ellos se marcharan furiosos, ardiendo en deseos de venganza, acompañados por las risotadas de la plebe. Las palabras que había empleado para vencerlos tampoco fueron comprendidas por los que las aplaudían. Eran palabras suyas, sólo suyas, implacables, a veces inesperadas, diferentes de las de toda la gente. Él es siempre el mismo. Parece no observar regla alguna. Incluso las cosas más bellas de nuestra existencia deben ser regidas por unas formas de acuerdo con una ley. El hombre debe obedecer a ciertas prescripciones; ni siquiera se puede ser bueno tal como uno quiere. Pero Él no; exige que toda regla ceda su puesto a una única ley que, según Él, es absoluta y debe ser observada incluso en detrimento de todas las demás: la ley de la caridad… Quien hace un acto de caridad es como si hubiera cumplido todas las demás prescripciones. Pero, para Él, si no se ama al Altísimo y al prójimo no tiene valor abstenerse de matar, de robar o dominarse las pasiones; ni tiene valor la observancia de todas las prescripciones referentes a la pureza y al sábado. Ha construido su doctrina sobre la Ley e incluso por encima de ella…

 Lo que en la Ley representa la culminación de las perfecciones humanas, para Él no es sino el principio de ellas. La Ley exige: «Sé una persona honrada». Él parece enseñar: «Puesto que eres una persona honrada, puedes ser mi discípulo. Pero, incluso si no eres una persona honrada, ama y podrás serlo». Ama… Esta doctrina tan sencilla es, sin duda alguna, la más difícil. Pero, ¿por qué un hombre que sólo exige un absoluto y constante amor es tan odiado? Hace una hora ha caído en manos de la guardia del Templo… ¿No le habrán matado ya? Aún estoy temblando por lo que me ha contado Santiago. Es horrible, horrible… Cada vez que te escribo siento deseos de comenzar la carta por el final; los acontecimientos de su vida son tan impresionantes que los últimos siempre parecen eclipsar a los anteriores. Pero quería que tú, Justo, conocieras todos los detalles. Trataré, pues, de contarte ordenadamente todos los incidentes, que se han ido sucediendo raudos, más que una flecha al dispararse. Esta mañana me he encontrado al rabí Joel. Tuve razón: al piadoso penitente por los pecados de Israel ya se le ha pasado del todo el susto. Los ojos se mueven más rápidos que nunca y su voz parece el croar de una rana.

—¡Oh, a quién veo, a quién veo!… —exclamó, alzando las manos, al verme. De su boca asomaban dos dientes amarillos y torcidos—. El rabí Nicodemo… ¡Cuánto tiempo sin vernos!

— Cuatro días enteros—. El ilustre rabí nunca asiste ahora a las sesiones del pequeño Sanedrín… Sus palabras me confirmaron mi suposición de que, a espaldas mías, habían tenido efecto algunas sesiones con una parte de los miembros del Consejo Supremo. Mis criados me habían dicho que de noche los ancianos saduceos se reúnen con nuestros más relevantes haberim en el palacete de Caifás, en las laderas de la montaña del Mal Consejo. A mí y a José nadie nos ha dicho ni una palabra de esto. La mirada de Joel recorría mi rostro como si quisiera descubrir en él mis sentimientos. Logré adoptar una expresión de completa indiferencia. Respondí

—No tengo necesidad de asistir a todas las reuniones.

—Desde luego, desde luego—se apresuró a contestar. Se frotaba las manos como es su costumbre y no dejaba de mirarme—, desde luego… — repitió—. Sin duda alguna el ilustre rabí Nicodemo trabajaba, ¿verdad? ¿Escribe sus hermosas hagadás? ¡Oh, si yo supiera escribir así! ¡El Altísimo ha depositado en tus manos una riqueza muy grande! ¡Muy grande! Escribe, escribe, Nicodemo. Harás con ello grandes méritos a los ojos del Eterno y, además, te cubrirás de gloria. Llegará un día en que la nación entera estudiará las hagadás del rabí Nicodemo bar Nicodemo. Deseo que nunca hagas otra cosa y que no distraigas tu mente en cuestiones inútiles. Todos esperamos de ti más bellas y sabias narraciones… Escribe. Me disgustó saber que últimamente, en lugar de escribir, seguías a este hombre de Galilea. ¡Lástima de tu tiempo, ilustre rabí! Es mejor que escribas. Haciéndolo, sirves realmente al Altísimo. Yo te vi con una rama en la mano, corriendo detrás de Él… Incluso creo que dijiste que era el Mesías… No contesté. Aparenté no haber oído las últimas palabras. No insistió. Pero seguía allí, encorvado, frotándose las manos con especial cuidado.

—Este hombre —observó — se ha expuesto mucho… No le bastó contravenir los santos preceptos de la pureza, sino que, además, dispersó a los mercaderes… Quizá tuvo razón al hacerlo… Pero fue una imprudencia muy grande. ¡Oh, los saduceos no podrán perdonárselo nunca! Ahora desean su muerte. El que tiene a Caifás por enemigo puede esperarlo todo… Y en todo momento… Sí, sí…— suspiró de pronto

—, son graves los pecados de nuestro pueblo, muy graves. Quien haga penitencia por ellos debe sufrir mucho… Se alejó arrastrando los pies. Me puse a considerar el motivo de haberme dicho todo aquello. Llegué a la conclusión de que debió impelerle a ello su odio hacia Caifás. Joel consideraba que el sumo sacerdote es como un tumor purulento en el cuerpo de la nación: le odia mortalmente. Incluso su odio contra el Maestro disminuye cuando lo compara con el que siente hacia Caifás. Supongo que no le fue fácil avenirse a la alianza que Jonatán, hijo de Azziel, propuso a los saduceos en nombre de nuestros haberim, y me pareció que Joel me había hablado adrede del peligro que ya ahora amenaza al Maestro. Eran los sacerdotes, principalmente, los que insistían en aplazar el prendimiento del Maestro hasta después de las fiestas. Pero ahora, heridos en lo vivo por las perdidas sufridas, son capaces de olvidar la prudencia. Después de razonar así las palabras de Joel, tomé una determinación. En cuanto oscureció, cogí un asno y salí por la puerta Esterquilinia en dirección a Belén. Cuando estuve un poco alejado de la ciudad, torcí hacia el monte de los Olivos y, atravesando los jardines de las laderas, me dirigí a Betania. Quise de este modo despistar a los espías que quizá vigilan mis pasos.

La casa de Lázaro estaba tan silenciosa que parecía completamente dormida. Golpeé la puerta con la aldaba y esperé un largo raro a que me abrieran. Por fin oí unos pasos cansinos y apareció Lázaro. Está intentando andar apoyado en dos bastones. Confieso que cada vez que me encuentro cara a cara con él siento cierto temor. La muerte aleja y eleva a la persona, y no puedo olvidar que estuve ante el sepulcro cerrado de Lázaro. Nunca he vuelto a hablar con él de este asunto… ¿Quien sabe si hubiese sido mejor hacerlo? ¿Acaso sabría decirme algo de Rut? Allí es posible que unos sepan algo de los otros… Pero no me atreví a preguntárselo. Además, lo más probable es que el recuerdo del seol se haya borrado de él en el momento de volver a la vida. Si no fuera así, ¿podría vivir sabiendo cómo es aquello? Me saludó con las palabras:—El Altísimo esté contigo, rabí. Entra, por favor. Es tarde y debes de estar cansado. El Maestro aún no duerme, estamos todos reunidos. Hoy nos habló de ti…

—Precisamente venía para comunicarle algo.

—Entra, pues. Marta te traerá en seguida agua para lavarte.

Todos estaban abajo, en la gran estancia. La claridad que salía del hogar encerraba en un círculo a un grupo de personas en actitud de recogimiento. Él estaba sentado en medio, alargado, enorme en su blanca cuttona, con las manos cruzadas sobre las rodillas. No decía nada: miraba al fuego. Me chocó de pronto que aquella noche su rostro pareciera el de un hombre viejo. Desde hace unos días cada hora que pasa es para Él como si fuera un año entero. Y, a pesar de su gravedad, es un hombre joven, lleno de salud y fuerza. Antes sabía volver descansado incluso de los más largos viajes. Ahora, en cambio, parecía agotado, sin energía y como doblado por el peso de sus preocupaciones. Respiraba pesadamente con los labios entreabiertos. Su despejada frente estaba cubierta de arrugas. Parecía una persona que ha perdido toda esperanza y sólo aguarda pasivamente la derrota final. Al oír mis pasos, alzó despacio la cabeza. Una desvaída sonrisa, como un tenue rayo de sol otoñal, movió sus labios.

—La paz sea contigo, amigo — dijo. Abrió los brazos y me llamó a su lado. Así recibía a menudo a sus discípulos, pero conmigo nunca se había mostrado tan cordial. Sentí sobre mis hombros sus cálidas manos. ¿Es que busca en mí alguna solución? Inconscientemente, traté de mostrarme enérgico y decidido: la debilidad de los otros generalmente nos hace sentirnos fuertes. Pero esta vez no pude…

Yo también estaba lleno de temor y desesperación y lo sentía a flor de piel. Ninguno de los dos, pensé, estamos en condiciones de tomar una decisión seria. Tocando con mi pecho el suyo, miré por encima de su hombro: los discípulos y las mujeres estaban sentados, con las cabezas inclinadas. Me pareció que compartían el decaimiento del Maestro. Incluso Marta, tan animada siempre hasta en los momentos más difíciles, parecía ahora destrozada.

—Hoy he estado pensando en ti, Nicodemo — oí que me decía. Abrió los brazos y me soltó—. Deseaba verte, lo deseaba mucho…

— ¿Quieres algo de mí, rabí? — pregunté. Esperé que moviera suavemente la cabeza como hace tantas veces cuando le preguntan si quiere comer, beber, dormir o descansar. Pero esta vez fijó en mí una mirada dolorida, como la de uno de esos numerosos enfermos que Él ha curado y dijo en voz baja:

—Sí.

— ¿Qué deseas? — seguí preguntando. A pesar de verle en tal estado de decaimiento no se borraba en mí el recuerdo de aquellos momentos en que, de pronto, como una llamarada, cedía en Él la debilidad humana para dar paso a un inmenso y secreto poder. Y no sólo esto. ¡Tantas veces nos ha mostrado su inigualable bondad! Es cierto que no salvó a Rut… pero a otros les daba tanto que incluso yo, sin haber recibido nada, me sentía deudor suyo.

—¿Qué deseas? Dilo. Te serviré al instante. ¿Sabes para qué he venido? Deseo salvarte. Te amenaza un gran peligro. Mañana, al amanecer, te mandaré unos cuantos asnos o, mejor, unos cuantos camellos y un hombre inteligente y de confianza. Irás con él muy lejos. Aquí estás en peligro. Los fariseos y los sacerdotes están tramando algo. Hoy me han dicho cosas por las que he deducido que serían capaces de lanzarse sobre ti incluso durante las fiestas. Márchate sin falta. Todo se calmará en su día y es posible que aún puedas volver. Sentí que su mano tocaba la mía.

—No me hables de esto, amigo — dijo—. No me marcharé. Cada día tiene su anochecer… Espero de ti otra cosa…

—Siendo así, ¿qué puedo darte, rabí?

—Dame tus preocupaciones, Nicodemo.

— ¿Mis preocupaciones?

—Sí, amigo. Quedamos así en aquella ocasión. Ha llegado el momento. Dame hoy tus preocupaciones. Las necesito. Las he estado esperando. Me faltaban…

—No comprendo… — balbucí.

Ahora ya no hay manera de entenderle. Pero también entonces, al principio, ¿qué quería decir aquello de «volver a nacer»? Nunca me lo explicó. Raramente explica sus palabras. Cuando se le dice que son incomprensibles, se limita a mirar a los ojos y sonríe como diciendo: « ¿No las comprendes? Llegará un día en que las comprenderás.» Su doctrina no recuerda las doctrinas de los filósofos griegos. Ellos definían el mundo, explicaban cómo es. Él quiere que el hombre vaya solo de un descubrimiento a otro y que él mismo se explique todos los secretos. No arma a la gente para la lucha de la vida. Dice palabras incomprensibles que no se sabe cómo ni cuándo descubrirán su sentido. A veces parece contradecirse a sí mismo. En varias ocasiones le he oído decir: «Sed como niños, es necesario que seáis como niños…» Y al mismo tiempo estas extrañas palabras que parecen decir: debéis crecer para comprenderlas. Pero quien crece deja de ser niño y quien es niño debe conformarse con no entender el mundo… Pero tampoco esta vez me aclaró nada. Me indicó que me sentara en un taburete y se quedó mirándome. En su mirada había cordialidad, amor, entrega. Parecía una persona que pide, que pide humildemente. Volvió a decir:

—Dame tus preocupaciones… La madera chisporroteaba en el fuego. Marta se acercó de puntillas para preguntarme si quería beber un poco de leche caliente. «Dame tus preocupaciones…, pensé. Esto sonaría a burla si Él fuera capaz de burlarse. Desde luego, estoy dispuesto a dárselas en seguida. No las escatimo. No las deseo para mí. En realidad, para librarme de ellas he venido aquí de noche, atravesando montes y atajos. Las he traído conmigo junto con la bolsa que cuelga de mi cinto. Pero aquí han aumentado todavía. «Dame tus preocupaciones…» Tampoco en aquella ocasión me libró de ellas.

Miré al Maestro por encima de un recipiente de barro. Esperé a que dijera algo más. Pero volvió a fijar su mirada en el fuego y sobre su rostro apareció de nuevo una expresión de lucha interna, dolor y desánimo. « ¡Es un hombre débil! », pensé un momento. Desde hace tres años este pensamiento vuelve a mí sin cesar. Y pensar que yo había estado a punto de creer una serie de cosas… Era ya negra noche cuando decidí marcharme. Marta fue a sacar un asno del establo. Me levanté y me acerqué al Maestro. Parecía dormir con el rostro escondido entre las manos. Pero lo alzó al oír mis pasos y entonces vi que tenía las mejillas mojadas por las lágrimas. Debía de hacer rato que lloraba así, sin un sollozo siquiera. Sólo le temblaban los labios y la barba.

—Que el Eterno sea contigo, rabí — dije.

— ¿Ya te vas? — preguntó.

—Me marcho. Es tarde. Pronto cantará el primer gallo.

—Sí —susurró como para sí mismo —, es tarde… Y el gallo… — Suspiró

—Querría que pasara pronto y que durase indefinidamente — confesó —. Noche inolvidable…

— Se me clavó en la memoria esto que dijo: «inolvidable».

— Recuerda — me dijo, sacudiendo sus propios pensamientos — que espero tus preocupaciones. La paz sea contigo, criatura… Este hombre, más joven que yo, hablaba como un viejo, como el padre de la nación… Alargó el brazo y me pasó la mano por el rostro. Tenía los dedos calientes y suaves. Nunca he sentido un contacto tan emocionante. Ni siquiera cuando Rut, al ver mi desesperación por causa de sus sufrimientos, me acariciaba la cara con sus manos para consolarme. Delante de la casa estaba Marta sujetando mi asno y alguien más a su lado. Por el cielo pasaban unas grandes nubes densas que cubrían casi constantemente la claridad de la luna. Pero en este instante había logrado huir de ellas y aparecía en lo alto su claro disco luminoso. Las sombras de las personas parecían derretirse sobre el camino, brillante como un río de metal líquido. En la persona que estaba junto a Marta reconocí a Judas.

—¿Me permites, rabí — preguntó —, que vaya contigo hasta la ciudad? Tengo que hacer allí unas compras antes del amanecer…

—Ven — contesté. Incluso me alegré, pues su presencia me libraría de la lucha con mis propios pensamientos. Monté en el asno, dije a Marta «El Señor sea contigo», y tomé el camino que me había conducido hasta la casa de los hermanos.

Judas caminaba a mi lado. Entramos en la zona de sombra de los árboles; por sus hojas resbalaba la luz de la luna y caía a grandes gotas sobre el pedregoso sendero. Se oían ladrar unos perros perdidos en la oscuridad. Cuando dejamos a nuestras espaldas las últimas casas, nos envolvió un silencio interrumpido sólo por el rumor de las hojas de los olivos mecidas por el viento.

—Me parece que tenías razón — dije en cierto momento; hasta ahora no habíamos cambiado ni una palabra —. El Maestro está totalmente acabado. Su poder ha desaparecido no sé dónde…

—¡Él mismo ha querido librarse de él! — respondió de pronto con un apasionado susurro. Entre los rápidos cambios de sombra y claridad no podía ver a mi compañero. Pero la brusquedad de sus palabras parecía indicar que él tampoco podía dejar de pensar en el Maestro. Sin dejarme hablar, Judas siguió diciendo con una vehemencia que iba en aumento —: Ya te lo dije, rabí ¡Él lo rechazó! ¡Pudo haber vencido! ¡Pudo! ¡Pudo haber dispersado a esta banda de ricachos, usureros, bandidos, ladrones, explotadores y holgazanes con el buche repleto de denarios…! ¡Hubiera podido destruirlos!

—Su enojo parecía un caballo desbocado. Sentía su jadeante respiración, que parecía romperse en un sollozo.

—Temo —le dije — que si las autoridades del Sanedrín estuvieran al corriente de esta debilidad suya, no lo pensarían más. No le perderían de vista y, en cuanto se marcharan los que han venido para las fiestas, se lanzarían sobre Él…

—¡No esperarán a que pasen las fiestas! — me interrumpió de nuevo bruscamente—. ¡Le matarán! ¿Hoy, mañana?… ¡Está perdido! — En un arranque puso la mano sobe el cuello de mi asno. El animal se paró, pues Judas tiraba de su escuálida crin con toda la fuerza de sus dedos encorvados como garras —. ¡Está perdido! — repitió —. Pero, ¿por qué yo nunca he podido tener ni cinco denarios? Su grito, lanzado en aquella centelleante oscuridad que parecía incrustada de lentejuelas, resonó como un gemido parecido al hipo de un moribundo. Inesperadamente apoyó todo su cuerpo contra el asno. Sentí sobre mi rostro su ardiente aliento. No comprendía lo que le estaba pasando.

—Nunca he tenido ni cinco denarios propios para comprar vino, perfume, amor… Él dice que ama a los hombres. ¡Es pura fantasía! No comprende que nunca nadie amará a un hombre que sea un desgraciado, un miserable, un mendigo… Le daban dinero… Pero como si no lo tuviera. Yo no podía seguir así —. La voz de Judas temblaba, le castañeteaban los dientes —. Yo no podía… no podía. Nunca vino, nunca amigos, nunca algo mejor para cubrirse el cuerpo, nunca una mujer que ella, por sí misma. —Repetía obsesivamente —: Yo no podía… no podía… no podía…

Casi recostado sobre el asno, su cabeza emergió de pronto de la oscuridad como si la sacara del agua o de detrás de un velo. La luna le iluminó de lleno la cara, borró su color, las arrugas y las sombras; la dejó blanca y sin vida como la cara de una estatua. La mandíbula inferior le colgaba como la de un cadáver.

—Sigamos nuestro camino — le dije. Se apartó del asno tambaleándose y avanzamos. Oía a mi lado sus pesados pasos, como se arrastraba con el andar de un borracho. Parecía como si la escena anterior le hubiese dejado sin fuerzas. Su respiración era fuerte, silbante. Luego oí que algo tintineaba; debía de tener en la mano algunas monedas. Una y otra vez las echaba al aire y volvía a cogerlas. Todo en él parecía bullir. El camino nos condujo al fondo de un negro desfiladero. El asno bajaba lentamente poniendo con cuidado una pata delante de otra. Oía el golpear de sus cascos en las piedras planas.

Sobre nuestras cabezas se veía, sumido en la oscuridad, el borde rocoso que ahora se iba volviendo cada vez más claro con los primeros rayos de luz rompiéndose contra sus aristas. El frío de aquel lugar y quizá mi agitación interna me hacía temblar. ¿Qué me había dicho?, traté de recordar. «Dame tus preocupaciones…» ¿Qué significaba esto? ¿Acaso es éste uno de sus misterios, terrible y doloroso, pero que como todo misterio suyo esconde en el fondo una inesperada paz? ¿O no son más que las semiinconscientes palabras de un hombre desesperado? Mi última conversación con Él me hizo recordar aquella otra en la montaña. Allí me dijo: «Toma mi cruz… dame la tuya…» Entonces no comprendí estas palabras.

Esperaba a pesar mío, confiaba aún en que, a pesar de todo, curaría a Rut. Pero Rut ha muerto. Su enfermedad fue mi cruz más dolorosa, usando su misma expresión. Él no la tomó sobre sí. Pero ahora, ¡quién sabe!, quizá le espera una auténtica cruz… ¡Es una tortura horrible! Nunca he podido contemplar una crucifixión. No se siquiera imaginarme qué sería si me clavaran a mí en ella. Sólo de pensarlo me falta el aliento y siento un punzante dolor en las muñecas. ¡Me desmayaré si sigo pensando en esto!

Judas también debe de sentir miedo de la cruz. ¿Acaso para ahogar su miedo hace sonar constantemente estas monedas? Pero yo no puedo soportar más este tintineo. Quería gritarle que dejara en paz las monedas, pero no lo hice. Temí que mi observación produjera en él otro torrente de palabras insensatas.

Continué avanzando en silencio entre las manchas de luz solar que parecían movibles y me cegaban con su claridad. Judas, a mi lado, seguía haciendo saltar sus ciclos… Por la mañana bajé a un taller que hay al lado mismo de mi casa. Quería hacer un encargo, pero allí se está tan bien que en vez de salir en seguida me senté y me quedé escuchando el alegre repique de los martillos. Los obreros canturreaban.

Esta gente sencilla se alegra por la llegada de las fiestas y el descanso que la espera. ¡Si yo supiera sentirme libre como ellos! Su alegría mitigó un poco mi inquietud y comencé a olvidar las pesadillas que me habían atormentado de noche. De pronto, a la puerta, apareció Ahir y me hizo una seña con la mano. El corazón me dio un vuelco. Desde el primer instante comprendí que aquellos momentos de quietud habían terminado y que mi criado era un mensajero que me llamaba de nuevo al mundo de los temores y las preocupaciones. Cada día estaba más seguro de que algo malo se estaba acercando, y ahora me pareció leer en el ademán de Ahir la confirmación de que esto había ya llegado. Abandoné el taller. Ante la puerta me esperaban Juan y Simón, a los que Ahir había encontrado cerca de Siloé. Venían con él para decirme que el Maestro me rogaba le dijese si podía cederle para aquella noche la parte alta de mi casa, pues deseaba celebrar allí con sus discípulos la Pascua galilea. Este proyecto aumentó aún más mi inquietud. No quería negárselo.

Además, no está permitido negar hospitalidad a un peregrino que quiere comer en tu casa la cena pascual. Pero, ¿por qué hace Él esto? ¿Para qué viene, aunque sea protegido por la oscuridad de la noche, a una ciudad en la que siempre le espera algún peligro? Y, para colmo, quiere celebrar la Pascua a dos pasos de la casa del sumo sacerdote, en mi casa, ¡en la de un fariseo de quien el Sanedrín sospecha que es discípulo suyo! ¡Qué falta de reflexión, o bien, qué manera tan inconsciente de tentar al Altísimo! Dije a Simón:

—Puesto que el Maestro lo desea, claro está, no se lo voy a negar. ¡Pero os conjuro a que no hagáis tonterías! ¡No volváis a hacer otra entrada triunfal en la ciudad? Venid en silencio, en pequeños grupos, perdidos entre la gente. Lo más razonable sería que nadie supiera que pensáis pasar la noche en Jerusalén.

Juan movió la cabeza en señal de asentimiento. ¡Pero Simón está imposible! Volvió a invadirle una oleada de insolencia y seguridad en sí mismo. Puso los brazos en jarras y dijo (habla a grito pelado y, cuando empieza, llama la atención de todos):

—El Maestro no necesita temer a nada ni a nadie. ¡Que alguien se atreva a atacarle! ¡Ya le enseñaré yo! ¡Sobre todo ahora! —y golpeó con la mano un paquete que llevaba bajo el brazo.

—¿Qué llevas ahí? — pregunté, inquieto. Desató el envoltorio y me enseñó con aire triunfal dos cortas y anchas espadas de las que se pueden comprar en cualquier herrería.

—Podrían sernos útiles — afirmó con jactancia. Envolviéndolas de nuevo. ¡Ah, qué hombre tan necio! ¿Quiere pelear con los servidores del Templo y del Gran Consejo? Lo que aún me quedaba de tranquilidad se desvaneció por completo. De nuevo me asaltaron los peores presentimientos. No hay nada peor que un mal desconocido cuya llegada tememos. Su fantasma es peor que él mismo… Ellos cenaban arriba y entonaban himnos mientras yo me paseaba inquieto por la planta baja, escuchando todos los rumores que venían de fuera. Cada pisada algo más fuerte ante la puerta de mi casa hacía latir mi corazón más de prisa. Luego, cuando volvía el silencio, sus latidos se hacían tan lentos que las fuerzas me abandonaban y me sentía desfallecer.

Ya era bien entrada la noche cuando los oí salir. Respiré. Como extenuado por un gran esfuerzo, me eché en la cama y me dormí en el acto. Pero no dormí mucho. Me despertaron. Ahir se inclinaba sobre mí tirándome del brazo. Dijo que alguien había venido y deseaba verme en seguida. Me levanté de un salto. No sentía sueño; estaba consciente, pero todo yo temblaba. Incluso dormido esperaba que llegase la desgracia. Me cubrí con un manto y salí al encuentro del recién llegado. Era Santiago, hermano de Juan. Los hijos de Zebedeo, aunque no tienen la misma edad, se parecen mucho: delicados y tímidos, esconden su entusiasmo y a menudo no saben mostrarlo. Pero el Maestro, que sabe penetrar hasta lo más íntimo de las personas y conoce nuestros sentimientos más recónditos, les llamó un día los hijos del trueno. Cuando recuerdo que sin esfuerzo alguno, como si leyera en un rollo abierto, sabía descubrir en un hombre sus virtudes y defectos, estoy más convencido de que Él no es una persona corriente… Santiago va siempre muy limpio, lleva el cabello bien peinado y todo él da una impresión de pulcritud y cuidado. Pero ahora tenía ante mí a un hombre con una simlah arrugada y los cabellos mojados y en desorden, caídos sobre los ojos y la frente. Sus pies estaban llenos de barro y heridas y tenía la mirada extraviada. Todo él temblaba. No me dijo en seguida para qué había venido: parecía intentarlo, como si las palabras no pudieran pasar por su garganta. Al fin balbució:

— ¡Le han prendido…! Aunque lo esperaba, aquello fue como si me hubiera caído un rayo encima. Las piernas se me doblaron. Me senté en un banco, sentí un vacío en la cabeza y ante mis ojos pasaron unas manchas oscuras. Me sentí débil como si fuera a desmayarme. De modo que, a pesar de todo…, comenzó a martillearme en la cabeza, a pesar de todo… Todos mis pensamientos, todas mis conversaciones con El se concretaron ahora en estas pocas palabras.

—A pesar de todo… — repetí en voz alta —, no ha logrado huir, salvarse, esconderse. ¡Le han prendido! Creo que estuve mucho rato sentado con la cabeza baja, sacudido por escalofríos, mareado. Cuando la levanté, el hombre seguía ante mí como un árbol destrozado por un rayo. Mirándole, comprendí que para este discípulo lo peor no era que el Maestro hubiera sido prendido… Sus ojos expresaban no sólo dolor y miedo. Además, había en ellos desesperación. Esta clase de sentimiento es contagioso: sobre la frente, en la misma raíz del cabello, sentí unas gotas de frío sudor que parecían el contacto de unas patitas de rana. Los dientes me castañeteaban y este ruido resonaba en la casa vacía y dormida como el rumor de unas rápidas pisadas. Haciendo un esfuerzo, susurré:

—¿Cómo ha… sido?

—Cómo ha sido… — repitió lentamente, como si no entendiera la pregunta, como si él mismo no supiera bien lo que había ocurrido. Inseguro, tartamudeando, comenzó a decir: Celebramos la Pascua en tu casa, rabí. Como siempre… Él… Él… estaba triste. Desde hace unos días estaba triste… Debiste notarlo… Decía… No sé, no lo he entendido todo… Decía… que no tardaría en marchar y luego no tardaría en volver porque no quiere dejarnos huérfanos… ¿Crees que le soltarán? ¿Qué crees, rabí?

— Moví la cabeza con expresión de duda. Le vi tragar saliva con esfuerzo, dolorosamente—. Le dijimos que iríamos con Él adonde hiciera falta y que no temíamos ni a la misma muerte. Sonrió tristemente como si no lo creyera… Y dijo que nos amáramos como nadie se ama. Debemos recordar que siempre está con nosotros y que por su amor hemos de cumplir con nuestro deber… Habló largamente, no puedo repetírtelo lodo. Después de la cena nos lavó los pies. Pedro no quería, pero Él dijo que debía hacerlo. De modo que accedió y todos nosotros también. Luego, aunque ya habíamos terminado la cena, tomó un pan y nos dio de él; nos dio a cada uno de nosotros. Luego hizo lo mismo con el vino, también a cada uno de nosotros. Y habló igual que cuando la gente se marchó indignada: que esto es ahora su cuerpo y su sangre y que debemos comerlo y beberla…

Pero aquello seguía siendo sólo pan y vino… No sabíamos qué pensar. Luego Judas salió en seguida. El Maestro le dijo algo e incluso añadió: «Hazlo cuanto antes». De nuevo repitió que nos amáramos… y que quien lo ve a Él ve también al Padre… Porque Felipe le había preguntado cómo es el Padre y pidió que nos lo mostrara… Habló mucho rato… Ahora se me confunde todo… Juan y yo dijimos que seríamos en el reino los primeros. Entonces Simón se indignó y Santiago comenzó a gritar que él será el primero porque es su «hermano». Pero el Maestro nos mandó callar. Dijo que en el mundo los reyes son los primeros, pero en el reino el que es primero debe ser como el siervo más humilde… Como el siervo de los siervos… Y por fin nos preguntó si nos había faltado algo mientras caminábamos con Él por Galilea, Perea, Samaria y Jadea. Le contestamos que nada, y es verdad: siempre tuvimos de qué comer y beber, aunque el Señor nos prohibía preocuparnos por el mañana. «Pero ahora», dijo, «ya no será así. Ahora debéis pensar en la bolsa para los ciclos y en las provisiones, y quien no tenga bolsa que venda su simlah y compre una espada.» Entonces Simón exclamó que las espadas ya las había comprado y le puso dos delante. Nos animó un gran entusiasmo y comenzamos a gritar que lucharíamos y no permitiríamos que nadie le hiciera nada. Los que con más fuerza gritaban eran Simón y Tomás. Pero ni siquiera miró las espadas. Se quedó un rato con la cabeza apoyada en las manos, con el rostro escondido en ellas, como si le hubiéramos dado un gran disgusto. Luego se levantó y dijo: «Basta ya. Vámonos de aquí.»

Era ya muy de noche y la luna brillaba sobre las torres del Templo. En el palacio del sumo sacerdote se veían luces encendidas y se oían voces. Me extrañó que allí no estuvieran durmiendo a aquellas horas. Nos marchamos en silencio en dirección al Ophel. De pronto una figura se paró ante nosotros. Era María, su madre. Había estado sentada bajo una higuera retorcida y esperaba, al parecer, a que saliéramos. Ahora avanzó rápidamente hacia el Maestro.

Nos detuvimos. Ellos dos se quedaron juntos, iluminados por las manchas de luz lunar que atravesaban las ramas del árbol sin hojas. «Hijo», oí que decía la mujer, «te lo suplico, no vayas… te lo ruego.» Añadió algo más, pero su susurro era poco claro. Luego Él habló también en voz muy baja sólo para ella. De pronto ella dejó escapar un grito doloroso, retrocedió unos pasos y se cubrió el rostro. Él se le acercó, inclinose, apoyó sus dedos en las mejillas de ella y la acarició como si Él fuera la madre que quiere borrar el dolor y las lágrimas del rostro de su hijo. No añadió nada más. Todo duró unos instantes apenas. Luego, suavemente, pero con firmeza, la apartó a un lado. Ella aún se resistía y sus manos se prendían en el manto de su hijo. La respiración agitada de la mujer estaba ahogada por las lágrimas. Pero Él se dirigía ya a la puerta de la Fuente, sin volverse; ella todavía exclamó: « ¡Velaré…! » Ninguno de nosotros supo a qué se refería. Pasamos por su lado: se había quedado inmóvil bajo la higuera, con los brazos extendidos, y comenzamos a bajar, envueltos en la oscuridad, hacia la piscina. El Ophel quedaba a mano izquierda como un bosque de arbustos, con su negro amontonamiento de casas: sobre él, más allá del pórtico, brillaba el Templo. De nuevo parecía un coloso de belleza y fuerza. ¿Recuerdas, rabí, que Él dijo en cierta ocasión que no quedará de él piedra sobre piedra…? ¿Es posible que una cosa así ocurra? Dime, rabí, ¿lo crees posible? Porque a mí me parece que esto no ocurrirá. A Él le parecía que podría vencer a la gente del Templo. ¡Pero son ellos los que le han vencido! ¿Quién lograría derribar unos muros como éstos, construidos sobre una roca como ésta? Se restregó la nariz. Después de una pequeña pausa siguió:

—A la derecha, allá donde la muralla forma una curva junto a la torre que da sobre la puerta Esterquilinia, todo aquel rincón está cubierto de tiendas de los que han venido para las fiestas. Pasamos por la puerta y seguimos bajando. De noche, el Cedrón resuena como el mar en tiempo de tormenta. Cuando salimos de la ciudad Él comenzó a hablar de nuevo. Se detuvo junto a una vid, la tocó con la mano y dijo: «Somos como esta planta; yo soy el tronco y vosotros los sarmientos…»

Repitió que nos amáramos… «Amaos, amaos siempre, amaos sobre todo en la hora más difícil…»

No le entendíamos, nos dábamos codazos… Él lo vio. «Lo entenderéis todo cuando os mande al Consolador… Él os lo enseñará todo… Debo marchar para que luego venga el Consolador… Yo iré con el Padre…» Entonces a mí y a Juan nos pareció que le habíamos entendido.

En cierta ocasión estaba con nosotros y con Simón en u. montaña… No se lo contamos a nadie porque nos mandó callar. Allí… De veras no sé si puedo contártelo, rabí. Pero nosotros hemos pensado que Él iría con el Padre igual que aquella vez en la cumbre de la montaña. Y que de nuevo ocurriría un milagro, pero que esta vez lo presenciaríamos todos… ¡Todo el mundo! Por esto le dijimos que ahora ya creemos todo lo que nos ha dicho. Pero en vez de alegrarse nos miró tristemente, como cuando discutíamos quién será el primero en el reino. «Ahora ya me creéis…»

Se mordió los labios. «Ha llegado la hora en que huiréis y me dejaréis solo. Pero yo no estoy solo…» Luego se alzó y rezó con los brazos abiertos. »La luna subía cada vez más alto y vertía su luz en el desfiladero como agua de un cántaro. Estábamos rendidos. Durante las últimas noches habíamos dormido muy poco. La cabeza nos daba vueltas a causa de tantas palabras como habíamos oído. Atravesamos despacio el puente. Él había decidido que pasáramos la noche en el huerto de los Olivos.

En cuanto llegamos, a la tenue penumbra bajo los árboles nos quitarnos los mantos y los extendimos en el suelo. Pero el Maestro no se sentó. Quedose en la oscuridad como una blanca estatua pagana. «Dormid aquí», nos dijo. «yo me voy un poco más lejos». A ninguno nos sorprendió esto: más de una vez se ha pasado la noche orando mientras nosotros dormíamos cansados por las fatigas del día. Al marchar nos llamó a mí, a Juan y a Simón: «Venid conmigo».»

Fuimos hasta una roca saliente. Allí se detuvo y nos dijo: «Estad en vela y orad. Yo también oraré. Me siento triste como un hombre que va a morir…» Su tono de voz, al decirlo, hizo que los tres nos miráramos a la vez. Nunca nos había hablado así. Estaba triste desde el día del banquete en casa de Lázaro, pero esta tristeza no le impedía hablarnos y predicar. Momentos antes aún nos hablaba tranquilamente. Pero ahora su serenidad se había roto como se rompe una burbuja en la superficie del agua. Me pareció un hombre asustado, dominado por la desesperación. «Orad, estad en vela», repitió varias veces. «El espíritu está lleno de entusiasmo, pero la carne ¡es tan débil!» Despacio, como si se le doblaran las piernas, se apartó pero no mucho; algo así como la distancia que recorrería una piedra lanzada al aire.

Allí había más claridad y le vimos postrarse. Simón dijo: «Oremos, puesto que el rabí lo desea». No nos arrodillamos porque estábamos muy fatigados. Nos limitamos a repetir las palabras del Hallel. Pero Juan se durmió en seguida. Este muchacho no sabe velar y más de una vez se nos ha dormido en le barca… A mí también me pesaban los párpados y la oración se me detenía en los labios. Muy pronto oí roncar a Simón. Procuré despabilarme: no estaba seguro de si había velado todo el tiempo o me había dormido. Pero se me ocurrió pensar que probablemente ya no hacía falta seguir velando… Apoyé la cabeza contra un olivo y me dormí en el acto como un tronco. »De pronto oí la voz del maestro. Me desperté sobresaltado. Se inclinaba sobre nosotros y nos hablaba con voz quejumbrosa. Parecida a la de un mendigo de la puerta de Efraím. «¿Por qué dormís? ¿No habéis sabido velar ni una hora?»

Bajo las ramas estaba muy oscuro, a pesar de que la luz de la luna, más clara ahora, cubría las copas de los árboles como si fuera escarcha. Su voz gemía en la oscuridad. Por un momento entró en una mancha de luz lunar y pude ver su rostro. ¡Por la frente de Moisés! ¡Era terrible! ¿Has visto nunca la cara de un hombre que ha sido lapidado? La suya estaba igual: blanca, contraída por el dolor, tensa como una cuerda… ¡No!, digo mal; no como la cara de una persona lapidada, sino como la de un ahogado que ha estado ahogándose lentamente y luchando con desesperación hasta la última bocanada de aire. La noche era helada, pero su frente estaba empapada en sudor; algunas gotas resbalaron formando unos hilitos oscuros como si no fueran de sudor sino de sangre. Su respiración recordaba el estertor de un moribundo… Nos quedamos mudos.

Realmente, no me imaginaba qué había podido ocurrirle. Si hubiera podido, me hubiera levantado de un salto y huido, gritando, como de un mal sueño. Pero me pareció estar clavado en tierra. Él seguía inclinado sobre nosotros murmurando palabras que salían entre aquel estertor como chispas cuando se afila un cuchillo. Hablaba bajo, pero a mí me pareció que gritaba… ¿Y sabes a qué parecía este grito? Al de un mendigo lisiado que no puede pasar por entre la multitud. ¡Cuántas veces lo hemos oído en medio de una aglomeración, como el grito de un pájaro quejumbroso y dolorido!

Ahora, su voz semejaba un grito así. «Por qué dormís?», repetía, “¿Por qué dormís? Os he prevenido… No durmáis. Os necesito. Orad. Estad en vela. Orad.” Sólo la primera tentación llega sola. La décima llega con la quinta, la vigésima con la novena… La última, junto con todas las otras…» »

Alzó una mano y se la pasó por el rostro. Tambaleándose, se volvió al lugar donde antes había estado orando. Primero era una sombra invisible en la penumbra, pero luego resplandeció como una espada puesta al sol. Lentamente, se dejó caer de rodillas. En medio del silencio, roto por el estruendo del torrente, oíase su gemido. Repetía algo dolorosamente; sólo unas pocas palabras, siempre las mismas. Volvía a empezarlas de nuevo, como si cantara. No sé qué decía, pero era siempre lo mismo. A veces lo repetía más aprisa, febrilmente; a veces más despacio, como si lo meditara. ¿Qué podía estar diciendo? Me invadía un temor cada vez mayor. Nos dijo que rezáramos, pero las palabras del salmo se me paralizaban en los labios; les daba vueltas, no podía emitirlas, no tenía fuerzas para seguir adelante. Simón balbució algo como que, puesto que el Maestro nos necesitaba, no debíamos dormir. Pero, apenas lo hubo dicho… ¿Sabes, rabí?, el sueño me parecía la única salvaguardia contra el miedo. Cuando oí roncar a Simón, sentí que le envidiaba… ¡Él ya no tenía miedo, mientras que yo seguía teniéndolo!…» ¿Crees que no lo comprendía, Justo? Temblando como hierba lamida por el fuego, sentí que también en mí crecía un ardiente deseo de hundirme en la inconsciencia del sueño. Es nuestra salvación, si al menos así podemos evadirnos. Sólo que mi sueño nunca es una evasión. A veces es más agotador que la realidad. He tenido muchos sueños así después de la muerte de Rut, sueños en los que ella retornaba a la vida para volver a morir… ¡Felices los hombres que, cerrando los ojos, pueden olvidarlo todo! Comprendí por qué había dejado de hablar, avergonzado.

—¿Volvisteis a dormiros? — pregunté.

Gimió como si le hubiera golpeado una herida mal cicatrizada.

—Tenía tanto miedo — los dientes le castañeteaban —, tanto miedo…

—¿Entonces vinieron ellos y le prendieron?

—No —contestó —. Él se acercó otra vez. Ahora ya no gemía ni lloraba. Se limitó a decirnos, dolorido: «Ya podéis dormir…» Le miramos restregándonos los ojos. Estábamos avergonzados de habernos dormido. Pero, ¿por qué no nos dijo que aquél era el último momento? En más de una ocasión nos había dicho: «Velad conmigo…» ¿Cómo podíamos suponerlo? «De pronto resonaron unos gritos y entre los árboles lució el rojo resplandor de las antorchas. La guardia había cercado el huerto y de todas partes acudían soldados, seguros de que no podríamos escapar. Nos levantamos de un salto. Yo quería huir, pero Simón empuñó la espada que llevaba consigo y preguntó, excitado: ‘¿Hemos de luchar, Señor? ¿Hemos de luchar?’ Oí gritos de horror; eran los demás, que se habían despertado. Mientras tanto los soldados del Templo iban cerrando el círculo. A la vacilante luz de las antorchas veía espadas, bastones, lanzas, escudos y caras gritando amenazadoramente. Simón saltó el primero… Pero Él, Justo, reprendió a su discípulo más fiel. Curó la herida que éste hizo a un criado del sumo sacerdote. ¿No hubiera podido huir? Él, que en tantas ocasiones desaparecía ante los ojos de toda una multitud. Pero, según parece, había dicho: «Ahora, ya no habrá más milagros…. ahora hay que tener la bolsa y la espada…» ¿Espada? ¿A qué espada se refería, puesto que no permitió luchar a Kefas? No tenía esperanzas de volver a dormirme. Me dispuse, pues, a contarte todo esto y ya estaba a punto de terminar cuando alguien llamó de súbito a mi puerta. El corazón me dio un vuelco. Pensé inmediatamente que ellos, en esta noche, querían terminar también con todos los amigos del Maestro. En vez de ir hacia la entrada, subí a la azotea. El corazón me latía tan de prisa que se me ponía un velo ante los ojos. Pero abajo no vi más que a un hombre solo.

— ¿Quién es? — pregunté.

—Soy yo, Chai. Reconocí a uno de los ascarios.

— ¿Qué quieres a estas horas?

—El sumo sacerdote me manda decirte que vayas ahora mismo a su palacio. Todo el Sanedrín se reunirá allí en seguida para juzgar al rebelde de Galilea…

—¿De noche? No se puede celebrar juicio por la noche. La ley lo prohíbe…

—No lo sé, rabí: no conozco las Escrituras. Es lo que me han mandado decir. Sigo adelante… Desapareció en la oscuridad. Volví a la planta baja, donde Santiago seguía sentado junto a la pared, inmóvil y dolorido. No puede perdonarse a sí mismo el haberse dormido. ¿Cómo ha dicho? «El Maestro necesitaba que estuviéramos en vela… nos pidió que veláramos…» Y él se había dormido. Pero al menos había descansado cerca del Maestro… ¿De qué sirve lamentarse ahora? Las veces que yo me había dormido al lado de Rut… ¡Tampoco le hubiéramos salvado! Ni le salvaremos si no lo logra por sí mismo. ¡Si no lo logra o si no lo quiere? Un Mesías que ha venido pero no quiere vencer es el fin de la fe en el Mesías. ¿Y si no lo logra? Entonces esto significaría que no es el Mesías. ¿Qué es mejor: saber que nos hemos equivocado, o saber que la misma fe no es sino una ilusión? ¡Basta! ¡Basta! Nunca llegaré a verlo claro. Debo ir. ¿O quizá sería mejor fingir que estoy enfermo? ¿Qué ganaré con ello? ¿Le juzgarán sin mí? Pero, ¿y si se ha dejado prender sólo para mostrar luego su poder ante sus jueces? Entonces yo sería como un nadador que se ahoga en la misma orilla… No: hay que ir. Hay que ser valiente, luchar por Él. No quiero ser como este Santiago que llora y no se atreve a asomar la cabeza a la calle. No he conocido, es verdad, los espléndidos días de Galilea. He llegado al final, al último momento, como aquel jornalero rezagado a la viña de su mashal. Pensaba que sería el momento del triunfo y resulta que es el de la amarga derrota. ¡Qué remedio! Suele ocurrir así cuando el juego es arriesgado. Acaso me reprocharé todas mis dudas o, quizá, no haber dudado una vez más… ¡Pero basta ya! Al final hay que mostrar que se es alguien… Hemos de beber nuestro vino… Me voy. Enrollo la carta y me la llevo conmigo. Si encuentro en Xistos alguna caravana que salga de la ciudad te la mandaré ahora mismo. ¡Oh! ¿Por qué no estás aquí, Justo? ¿Sabrías decirme tú qué significan sus palabras: «dame tus preocupaciones…»? ¿Qué significan? ¿Por qué quiere tomar mis preocupaciones? ¿Y cómo hacer para dárselas? Desdichadamente, nadie podrá decírmelo nunca… ¡Oh, Justo! ¡Si al menos supieras decirme si Él espera todavía! Porque me dijo: »Espero… recuerda que las espero…» Lo dijo como habla del agua un hombre que está en el desierto. Pero ahora es un prisionero amenazado de muerte… ¿Puedo todavía añadirle peso a un prisionero? Pero, sino es Él, ¿quién? Sólo Él las deseaba tan ardientemente .

Jan Dobraczynski: Cartas de Nicodemo, «Carta XXI».
Enlace a la obra completa en pdf.

Novedad
Cuadernos, recursos y guía
Amigos de Jesús
La Biblia de los más pequeños
Cuentos de Casals
Recomendamos
Editorial Combel
Editorial Casals