Desde el Concilio Vaticano II el matrimonio no solamente es presentado corno una «vocación» de Dios, igual que la vocación al sacerdocio o a la vida consagrada, sino también como una «misión» de la que forma parte, además de la generación de los hijos, la misión de educarlos en la fe, que incluye también la educación a la castidad y a descubrir su propia vocación [26].
Educar, del latín e-ducere, significa «sacar afuera», sacar al descubierto lo que Dios ya ha inscrito en el corazón de cada hijo y ayudarlo a descubrir su designio, la vocación a la que Dios lo ha predestinado todavía antes de que naciera. «En efecto, hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso Dios que practicáramos» (Ef 2, 10).
Los padres deben considerar a sus hijos como hijos de Dios
Los padres deben mirar a sus hijos como a hijos de Dios y respetarlos como a personas humanas. Han de educar a sus hijos en el cumplimiento de la ley de Dios, mostrándose ellos mismos obedientes a la voluntad del Padre de los cielos (CEC, 2222).
En este sentido, los padres no son dueños o propietarios de los hijos, sino verdaderos ministros, colaboradores con Dios creador tanto en la generación de los hijos que él les quiera conceder, cuanto en la educación. Este es un convencimiento que da la clave de una auténtica educación.
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Notas
[26] El auténtico amor conyugal es asumido en el amor divino y es sostenido y enriquecido por la fuerza redentora de Cristo y por la acción salvífica de la Iglesia, para que los cónyuges, de manera eficaz, sean conducidos a Dios y sean ayudados y fortalecidos en la sublime misión de padre y madre. Por este motivo, los cónyuges cristianos son corroborados y como consagrados por un especial sacramento para los deberes y la dignidad de su estado. Y ellos, cumpliendo en virtud de tal sacramento sus deberes conyugales y familiares, penetrados por el espíritu de Cristo, por medio del cual toda su vida está impregnada de fe, esperanza y caridad, tienden a alcanzar caja vez más su perfección y la mutua santificación, y por eso juntos participan en la glorificación de Dios (GS, 48).
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