Catequesis sobre la familia: La educación sexual (V)

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Las fases principales del desarrollo del niño

1. Los años de la inocencia y la pubertad

Los padres, partiendo de las transformaciones que las hijas y los hijos experimentan en su cuerpo, deben proporcionarles explicaciones más detalladas sobre la sexualidad siempre que —contando con una relación de confianza y amistad— las jóvenes se confíen con su madre y los jóvenes con su padre. Esta relación de confianza y de amistad se ha de instaurar desde los primeros años de la vida (S. h. 89).

Ya que durante la pubertad los adolescentes son particularmente sensibles a las influencias emotivas, los padres, a través del diálogo y de su modo de obrar, deben ayudar a sus hijos a resistir a los influjos negativos exteriores que podrían inducirles a subestimar la formación cristiana sobre el amor y sobre la castidad. A veces, especialmente en las sociedades abandonadas a las incitaciones del consumismo, los padres tendrán que cuidar —sin que se note demasiado— las relaciones de sus hijos con adolescentes del otro sexo. Aunque hayan sido aceptadas socialmente, existen costumbres en el modo de hablar y vestir que son moralmente incorrectas y representan una forma de banalizar la sexualidad, reduciéndola a objeto de consumo. Los padres deben enseñar a sus hijos el valor de la modestia cristiana, de la sobriedad en el vestir, de la necesaria independencia respecto a las modas, característica de un hombre o de una mujer con personalidad madura (S. h. 97).

2. La adolescencia en el proyecto de vida

Los padres cristianos deben «formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios.

Es fundamental que los jóvenes no se encuentren solos a la hora de discernir su vocación personal

Durante siglos, el concepto de vocación se había reservado exclusivamente al sacerdocio y a la vida religiosa. El Concilio Vaticano II, recordando la enseñanza del Señor —«sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48)— ha renovado la llamada universal a la santidad: «Esta fuerte invitación a la santidad —escribió poco después Pablo VI— puede considerarse el elemento más característico de todo el magisterio conciliar y, por así decirlo, su última finalidad»; e insiste Juan Pablo II: «El Concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia, por un Concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana. Esta consigna no es una simple exhortación moral, sino una insuprimible exigencia del misterio de la Iglesia» (S. h. 100).

Dios llama a la santidad a todos los hombres y para cada uno de ellos tiene proyectos bien precisos: una vocación personal que cada uno debe reconocer, acoger y desarrollar. A todos los cristianos —sacerdotes y laicos, casados o célibes— se aplican las palabras del Apóstol de Los gentiles: «elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3, 12).

Es pues necesario que no falte nunca en la catequesis y en la formación impartida dentro y fuera de la familia, la enseñanza de la Iglesia, no solo sobre el valor eminente de la virginidad y del celibato, sino también sobre el sentido vocacional del matrimonio, que un cristiano nunca debe considerar solo como una aventura humana: «Gran misterio es este, lo digo con respecto a Cristo y a la Iglesia», dice san Pablo (Ef 5. 32). Dar a los jóvenes esta firme convicción, trascendental para el bien de la Iglesia y de la humanidad, «depende en gran parte de los padres y de la vida familiar que construyen en su propia casa» (S. h. 101).

Durante este período son muy importantes las amistades. Según las condiciones y los usos sociales del lugar en que se vive, la adolescencia es una época en que los jóvenes gozan de más autonomía en las relaciones con los otros y en los horarios de la vida de familia. Sin privarles de la justa autonomía, los padres han de saber decir «no» a los hijos cuando sea necesario y al mismo tiempo cultivar el gusto de sus hijos por todo lo que es bello, noble y verdadero. Deben ser también sensibles a la autoestima del adolescente, que puede atravesar una fase de confusión y de menor claridad sobre el sentido de la dignidad personal y sus exigencias (S. h. 107).

A través de los consejos que brotan del amor y de la paciencia, los padres ayudarán a los jóvenes a alejarse de un excesivo encerramiento en sí mismos y les enseñarán —cuando sea necesario— a caminar en contra de los usos sociales que tienden a sofocar el verdadero amor y el aprecio por las realidades del espíritu (s. h. 108).

3. Hacia la edad adulta

En el periodo que lleva al noviazgo, ya la elección del afecto preferencial que puede conducir a la formación de una familia, el papel de los padres no deberá limitarse a simples prohibiciones y mucho menos a imponer la elección del novio o de la novia; deberán, sobre todo, ayudar a los hijos a discernir aquellas condiciones necesarias para que nazca un vínculo serio, honesto y prometedor, y les apoyarán en el camino de un claro testimonio de coherencia cristiana en la relación con la persona del otro sexo (s. h. 110).

Se deberá evitar la difusa mentalidad según la cual hay que hacer a las hijas todas las recomendaciones en tema de virtud y sobre el valor de la virginidad, mientras que no sería necesario a los hijos, como si para ellos todo fuera lícito (S. h. 111).

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